Antonia García y Agustín Fernández llegaron de Andalucía (Tijola, Almería) en 1955, huyendo del hambre y la dictadura de Franco en España, junto con sus padres. Se instalaron en Salta, en la zona de Cerrillos, a 20 km de la capital provincial. Trajeron sus costumbres, entre ellas, la de la matanza anual del cerdo para luego despiezarlo en paletas, jamones, bondiolas y lomos, y su posterior curado en sal, de manera de tener productos durante todo el año, para darle cuerpo y sabor a las sopas y guisos, y nunca más pasar hambre en el llamado “granero del mundo”.
Con ocho años, José Antonio Fernández –Kiko para los locales– ya ayudaba a sus padres y abuelos en las tareas de desangrado, perfilado, salado. Aprendió el oficio y la receta de su madre Antonia, y se enamoró de ese aroma y ese sabor tan peculiares incorporado en su infancia. Hoy, como entonces, pueden verse los cerdos hozar, en busca de las raíces en la tierra salteña como si se tratase del sur de España.
Convencido de que en su amada patria adoptiva se podía alcanzar la excelencia ibérica de los jamones pata negra, y en el deseo de darla a conocer a sus hijos, a Graciela Martínez, su mujer, y compartirlo con sus amigos, Kiko plantó gran cantidad de encinas, alcornoques y robles. Hoy, 40 años después, esas plantaciones son bosques que recrean la dehesa de Extremadura con la suficiente provisión de bellotas para alimentar la piara en su fase final. Dos décadas atrás, Kiko comenzó a cruzar razas para obtener un marrano lo más parecido posible al español.
Mezcló tres sangres, la de jabalí –”el cerdo primitivo”, aclara–, Duro Jersey y Che Tapuy de Córdoba. Y el resultado fue un cerdo negro y como tal bautizó su marca, cuya sanidad y logística cuidan también sus hijas Rocío (veterinaria) y Mariana, y sus hijos Álvaro y José. Como antaño, la familia entera atiende los animales a la par de sus empleados.
El berretín de los jamones propios para comer con amigos que llegaban hasta el campo se convirtió en emprendimiento. “Compito con Roberto Carlos y hasta le ganaría”, dice, risueño, este descendiente de españoles de piel clara que vive de su empresa de perforaciones y habla con el más puro acento salteño.
Una bodega subterránea y cámaras de frío alojan las piezas de cerdo donde cuelgan de tres a seis años, el mismo tiempo que se le da al jamón de bellota español, sea de Jabugo (el más célebre de los jamones de bellota que se producen en la provincia de Huelva, Andalucía), de Extremadura (de la Sierra de Monesterio) o de Salamanca (Guijuelo), hábitats diferentes que imprimen un carácter particular en cada caso.
El campo de Kiko Fernández cambió de nombre hace poco; ahora se llama Finca La Montanera, en alusión a la época en la que cae la bellota al piso y los cerdos pueden comerla a voluntad. En la RAE, montanera significa: (a) “Pasto de bellota o hayuco que el ganado de cerda tiene en los montes o dehesas”; (b) “Tiempo en que el ganado de cerda está pastando”, y metafóricamente, estar alguien en montanera, es “Tener buen alimento y muy abundante durante una temporada.”
La matanza sucede tres veces al año; esto depende de que las crías de las 35 chanchas alcancen a tener entre 14 y 18 meses, y el peso ideal sea de 180 kilos. La piara de la finca come alimento balanceado y pasto, de un lado del campo, y del otro lado está el agua, de manera que se vea obligada a moverse. La dieta exclusiva de bellotas tiene lugar en los últimos meses.
Una vez carneado el animal, se perfilan sus patas traseras en forma de “V” y se deja que se desangren. A continuación, se salan. El resto del cerdo también se aprovecha y se destina a otros platos tradicionales de la cocina. Las piezas se cuelgan en cámaras a 3ºC o 4ºC, para que la sal haga su trabajo durante 90 días. En la etapa siguiente, se pasan a secaderos naturales con ventanas que se abren y cierran para controlar la humedad y la temperatura de seis meses a un año. Finalmente pasan a la bodega subterránea donde permanecen de 36 a 72 meses, según el tamaño de cada jamón.
“Por supuesto que toda esta tecnología no existía cuando era chico; entonces lo perfilaba mi papá y ahora lo hago yo. Y puedo asegurar que por el veteado de grasa y la calidad de la carne no tiene nada que envidiarle a un jamón español, y cuesta la mitad ”, dice este salteño apasionado que elabora 700 piezas por año. Al llegar a esa cantidad, el hombre se dio cuenta de que, por más que quisiera invitar a media provincia, nunca iba a poder consumir semejante cantidad. De este razonamiento a la comercialización no hubo más que un paso.
Fuentes y ampliar información:
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